La historia arranca con el tímido empleado
bancario Chris Cross (Edward G. Robinson), que sale de una cena de
compañeros de trabajo en la que el jefe le obsequia un reloj por 25 años
de servicio y se topa con lo que parece ser una dama en apuros (Joan
Bennett).
Por supuesto, el hombre maduro queda fascinado como un
adolescente de la simpatía de la joven, que en verdad es novia de un
malviviente callejero (Dan Duryea) que la besa y abofetea por igual (es
su cafiolo). La situación poco después se convierte en tema de tango:
Ella se muestra como complaciente y comienza a pedirle dinero, un
departamento para vivir, le sustrae sus cuadros (Cross es pintor
dominguero) y los vende. Nuevamente tenemos a un Robinson cándido,
manipulado (y hasta vejado) por las circunstancias del destino pero en
gran medida por los caprichos de la bella Joan Bennett (que también se
convierte en "mujer de cuadro"). De nuevo el villano es Dan Duryea y
otra vez tiene moño y sombrero de paja. Sin embargo, aquí terminan las
equivalencias entre ambos filmes de Lang.
El tono de la película
no es del todo serio (oportunamente un crimen termina con todo posible
aire de comedia), y el rumbo de la historia es claramente trágico y
realista (al contrario de La Mujer del Cuadro, que era alegre y
onírico). Hay personajes secundarios memorables (el "marido finado del
cuadro" parece preanunciar una situación común de la comedia italiana de
los '50), diálogos puntiagudos y climas pesadillescos y tensos propios
del más sórdido melodrama alemán. Y también un hito, que consiste en ser
la primera película en la que un crimen queda impune (lo que en su
momento, sumado al modus operandii del mencionado asesinato, le valió a
Lang diversos problemas con la censura). ¿Estará el director
confesándose de un añejo crimen pasional? Si ese es el caso, después del
caudal de temas, emociones y situaciones de ambos filmes, creemos que
podemos darle el perdón.
fuente: muchocine.net

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