Abandonando,
hasta cierto punto, el formalismo de su anterior
película, Haneke retoma su particular
pugna contra la hipocresía de la clase acomodada
occidental y, lejos de propósitos
aleccionadores o moralistas, con "La
pianista" opta por mostrar sin crueldad una
historia de amor violenta, dura y sin concesiones
para un espectador exigente y a la altura de su
propuesta. ¿Resulta, por ello, su película
excluyente? Sin duda, no es un film recomendado
sólo a mayores de dieciocho años. El espectador
debe prestarse a un juego claustrofóbico en el
que debe sentirse dispuesto a comprender a los
personajes más que a conocerlos, a mirar de
frente a una trama difícil de juzgar. En suma,
lo que "La pianista" está pidiendo es
una implicación intelectiva y emocional con sus
imágenes.
Erika (Isabelle
Huppert) es una profesora de piano
cuarentona que vive con su madre (Annie
Girardot), una señora cuyas únicas
motivaciones para seguir viviendo son el
hipotético futuro que ella ha construido para su
hija como gran concertista de piano, y la bebida
en la que disuelve sus abundantes ratos de
soledad contra un televisor. De esa convivencia
se deriva que la relación madre-hija apenas pasa
de ser una aberrante continuación de la que
pudiera existir entre una madre y una
adolescente. Erika oculta a su madre, que se
obstina en tenerla permanentemente controlada,
sus oscuras relaciones con el sexo: sus visitas a
cabinas de sex-shops, sus experiencias
voyeurísticas o sus preferencias masoquistas (a
las que sirve perfectamente una madre con la que
comparte cama y a la que no duelen prendas en
abofetearla).
La
irrupción en su vida de Walter (Benoît
Magimel) un joven pianista autodidacta que
proclama su admiración por la pianista y, más
tarde, su amor por ella, desbarata los pilares en
que se fundamentaba su vida. Para una mujer a la
que nunca ha amado un hombre (ella se ha
encargado de asegurarse, algo de lo que se
vanagloria al afirmar que nunca sus sentimientos
–que se jacta de no tener- podrán vencer su
inteligencia) la llegada de un talentoso joven,
deportista y con éxito entre las mujeres,
dispuesto a amarla, supone una oportunidad que
Erika se encargará de estropear para, de esta
moda, descubrir lo que significa para ella el
amor. A este fin sirve la penúltima (soberbia)
secuencia, un largo plano en el que la
protagonista espera a que llegue Walter al
concierto en el que ella va a tomar parte antes
de acometer una acción definitiva, coherente con
unas ideas propias que han sido derrotadas por
los sentimientos.
"La
pianista" es la historia de una
capitulación, la de la preeminencia del sexo
sobre el amor, pese a la carga de la impropia
manera de llegar a esta conclusión. El doloroso
descubrimiento de una parte anestesiada de la
personalidad de Erika se opera con sigilo a lo
largo de la segunda mitad del metraje, aunque
Haneke es muy hábil a la hora de revestirlo de
cotidianeidad, de normalidad, a la hora de
desviar el enfoque hacia la reacción de
desengaño de Walter -que es la del espectador-
ante la doble realidad de Erika. No obstante, el
choque que vivimos en primera persona junto a
Walter también lo sufre ella. Ambos son
incapaces de entregarse a su amor de la forma en
que desea cada uno. Pese a la insólita manera en
que se desencadenan los sucesos –en
principio exclusivamente sexuales-, Haneke
consigue que el espectador sienta en todo momento
los instantes que acercan a los amantes por medio
de un manejo excepcional del tiempo, ya sea con
largos planos-secuencia (que además evidencian
el lucimiento de la mejor actriz que podemos
encontrarnos ahora mismo en una pantalla de cine)
o con el alargamiento de secuencias de vital
importancia por medio del uso de los espacios (el
primer encuentro de los amantes).
En suma,
"La pianista" es una
experiencia límite dentro del terreno del
melodrama, una nueva y violenta
inquisición en la fachada de civilización de la
Europa de inicios de siglo a cargo de Michael
Haneke, un experto en mostrar al espectador
aquello que sabe que existe pero que ni suele ni
gusta de ver.
fuente: labutaca.net
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