lunes, 11 de junio de 2012

12 monos (1995) - Terry Gilliam


Siendo “Doce monos” una de las apuestas más “comerciales” de Terry Gillian, están en ella la mayor parte de los elementos más característicos de su director. A ese respecto, no creo que tenga demasiados motivos para quejarse de los productores. Un puñado de sus películas coquetean con la idea de la construcción de realidades alternativas, ya sea a partir de la fantasía como en “Las aventuras del Barón Munchausen” o “El secreto de los hermanos Grimm”, los experimentos con las drogas en “Miedo y asco en Las Vegas” o la locura de “El Rey Pescador” o “Doce monos”, que es la que nos ocupa. Con este historial, no es de extrañar su interés por llevar al cine al ingenioso hidalgo.

Las paradojas de los viajes temporales han demostrado ser un filón inagotable para la ciencia ficción, género que usualmente nos ha recordado que viajar a través del tiempo es más peligroso que meter los dedos en el enchufe.
En un futuro muy cercano -tan cercano como el año 1996- la humanidad es diezmada por un misterioso virus y los pocos supervivientes se tienen que refugiar en el subsuelo, mientras los animales reinan en la superficie. Para intentar determinar el origen de la epidemia y conseguir un ejemplar original del virus que les ayude a encontrar la vacuna, se dedican a enviar “voluntarios” al pasado para que hagan el trabajo de campo. Uno de ellos es Bruce Willis, que demuestra que con una cantidad de recursos interpretativos bastante limitada es capaz de salir airoso, y que cuando en la ficción se enamora de Madeleine Stowe, se ve encuentra en el clásico dilema de elegir la pirula roja o la azul. Llevándose el aplauso de crítica y público y una nominación al Oscar, aunque me pareciera a mí bastante cargante, sale Brad Pitt gesticulando la mitad de bien que lo haría Jim Carrey, pese a que a éste le cueste mucho más alcanzar el reconocimiento académico.

Sin demasiados artificios y ninguna pirotecnia, Gillian recrea el ambiente kafkiano con el que tanto le gusta jugar, y un ambiente surrealista que lo identifica mejor que cualquier pasaporte. Por lo demás. Y al margen de todos los tics del director, es la típica historia de guión en bucle que suele provocar la aparición de un interrogante encima de la cabeza del espectador y miradas escrutando el infinito. Pero no deja de ser un pequeño rompecabezas que, una vez encajadas las piezas, formula la pregunta de qué fue antes, si el huevo o la gallina.

Recomendada a paranoicos cuatridimensionales, con receta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario