El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, una película realizada en 1989, justo después de Conspiración de mujeres, y que obtuvo el máximo galardón en el Festival de Cinema Internacional de Catalunya del mismo año, donde también resultó premiada la fotografía de Sacha Vierny, la composición de Michael Nyman y la interpretación de Michael Gambon, todas ellas, en sus correspondientes funciones, impresionantes. Pero quizás en esta exaltación estoy negando lo dicho antes sobre el cine de Greenaway, pues El cocinero… es un film tan plagado o más de referencias culturales que El vientre de un arquitecto (2), su deslumbrante puesta en escena sigue conjugando un montaje geométrico con una composición cargada de simbolismos y, por último, todas las filias de Greenaway (el ahogamiento, el juego numérico, la comida, las conspiraciones, los vouyeur, los desnudos, el sexo, el asesinato cruel…) se hallan presentas con la misma significación que las obras anteriores, entonces, ¿por qué está sí y el resto… pues no?
Para empezar a desglosar el film, me gustaría destacar un par de variantes bastante importantes que se hallan en la obra, prácticamente desconocidas en la obra de Greenaway hasta el momento del estreno de El cocinero…, la primera pasaría por ser un film rodado íntegramente en estudio, lo que para un realizador en plena época de inspiración felliniana era todo un reto artístico, así como un verdadero placer. Sólo como ejemplo serviría como se abre el film, en la que se ve claramente la estructura donde se apoyan los decorados, una imagen que nos remitiría tanto a un film como Casanova (Il Casanova di Federico Fellini, 1976) –de la que El cocinero… hereda un cierto gusto por el cromatismo más extremo– como al final de la sobrevalorada Y la nave va…(E la nave va, 1983. Federico Fellini). La segunda variante es la producida por el efecto del movimiento de la cámara. Si en películas como The Falls, El contrato del dibujante o El vientre del arquitecto la tendencia de Greenaway era la de acercarse al montaje de Eisenstein, plagada de planos fijos con fuerte carga alegórica, en El cocinero… Greenaway se descubre como un virtuoso de la plástica cinematográfica. El film, rodado casi en su totalidad en un gran escenario que representa el comedor, la cocina y la calle de la entrada –cada uno decorado con un color distinto: rojo, verde y azul correspondientemente–, ofrece virtuosos travellings laterales, siempre desde el punto de visto del espectador, configurándole a la obra un tono teatral, o mejor, un tono operístico –incluso las declamaciones de los actores, en especial la de “el ladrón” Albert Aspic, él solo tiene el 80% de las frases del film, son más exageradas y vivaces de lo habitual–, sólo fragmentado cuando Greenaway rueda con su habitual plano perpendicular al primero, para entonces, con travellings frontales de acercamiento o alejamiento, al retratar la ceremonia con la que van entrando las comidas en el comedor.
Estas dos desviaciones que engrandecen toda la plástica del cine de Greenaway, unas herramientas que volvería usar en sus posteriores films hasta llegar a la aberración en Las maletas de Tulse Luper, hacen que el film gane mucho atractivo para el espectador. Pues la fuerza de los colores en movimiento –atención al detalle de que a los personajes les cambia el color de la ropa según en la habitación en la que estén: cocina (verde), baño (blanco) y comedor (rojo)- junto con la brillante partitura de Nyman, ofrecen una fisicidad a la imagen que nunca acaba por truncarse, de la misma forma, para que se me entienda, que podría ofrecer un musical (de nuevo volvemos por los caminos de la ópera) (3). Hasta cierto punto, se podría incluso afirmar que la magnífica In the mood for love ( Fa yeung nin wa, 2000) de Wong Kar Wai tiene algo de la estética de El cocinero… en especial la escena en el pasillo de los lavabos en los que se encuentran Michael (Alan Howard) y Georgina (Helen Mirren).
Aún existe una razón mayor para admirar El cocinero… por encima del resto de la obra de Greenaway, y es que esta delirante obra necrófila es sin duda la obra que mayor carga dramática tiene de toda la carrera del realizador galés. La historia de amor imposible entre Georgina, casada con uno de los personajes más desagradables que ha dado el cine, el ladrón Albert Aspic, un rufián sádico y malhablado que no duda en torturar a sus enemigos de la manera más escatológica posible: desde clavarle un tenedor en la cara, hasta hacerle comer heces de perros y luego orinarse encima de él, hasta hacerle tragar a un niño –por más que este posea un carácter angelical, un toque fantástico en el film, muy parecido a la estatua humana que habitaba en los jardines de El contrato del dibujante– sus propios botones y luego arrancarle con una navaja el ombligo y hacérselo comer…; y el “culto” Michael, consumando sus relaciones en las diferentes estancias que posee la heterodoxa cocina del cocinero, valga la redundancia, Richard (Richard Bohringer), se ve truncada cuando su marido los descubre y tras otra nueva tortura sádica –le hace tragar hojas de sus libros preferidos sobre la historia de Francia– lo acabe matando. La brutalidad de la trama, mostrada en primer plano desde los inicios del film, acaba en un festín gastronómico, muy gustoso, claro está, de los buenos adoradores del fantástico, un fin de fiesta que Greenaway paladea con gusto, por fin había hecho una obra coherente en todos los sentidos, ya sabéis, una obra de esas, que para él, están muertas.
fuente: miradas.net

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