Akira Kurosawa realizó más de treinta filmes a lo largo
de cinco décadas. Su extensa filmografía, descubierta en occidente a
partir del éxito cosechado por Rashomon en 1950, obra que obtuvo
el Óscar a la mejor película extranjera y el León de Oro en el Festival
de Venecia, ha sido siempre analizada en dos categorías de obras:
aquellas enmarcadas dentro de una tradición histórica anterior a la
occidentalización que provocó el emperador Meiji en 1868 (las del
llamado género jidai-geki), y aquellas otras de ambientación contemporánea (el género gendai-geki),
en las que se realiza un análisis social de diversos aspectos del Japón
anterior y posterior a la Segunda Guerra Mundial, en definitiva del
tiempo y realidad sociales que vivió el mismo realizador.
Dentro de esta segunda categoría de filmes
considerados por el mismo director como de tendencia realista (1),
Kurosawa realizó en 1952 la película ¡Vivir!, una historia que
narra los esfuerzos de un hombre por tratar de dar sentido a los pocos
meses que le quedan de vida, tras habérsele diagnosticado un cáncer
mortal de estómago. Conectada inevitablemente con Humberto D de
Vittorio de Sica (1952), uno de los filmes paradigmáticos del
neorrealismo italiano, la película de Kurosawa posee, pese al pesimismo
existencialista aparente de su planteamiento, un mensaje más optimista
que el de su contemporánea italiana. Watanabe, el protagonista de ¡Vivir!
interpretado por Takashi Shimura, uno de los actores fetiches de
Kurosawa y que realiza en este film una de sus mejores interpretaciones,
es un hombre que, pese a la desesperación inicial que sufre ante la
noticia de su inminente muerte, decide aprovechar los días que le quedan
realizando una obra social que le permita sentir que su vida ha servido
de algo. Watanabe había pasado sus días hasta el momento como
funcionario al frente del departamento de atención al ciudadano, un
departamento que, como el resto de secciones de la Administración, se
desentiende completamente de las necesidades sociales y en el que los
funcionarios se limitan a ejercer un trabajo burocrático rutinario y
exento de cualquier implicación con la responsabilidad hacia la sociedad
que deberían desempeñar. Este mensaje de crítica contra un sistema que
poco o nada hace en ayuda de los ciudadanos más desfavorecidos es uno de
los temas de fondo en esta película. Pese a que el cine de Kurosawa no
puede considerarse un cine político, este espíritu de crítica social
aparece frecuentemente en su filmografía, y está presente en filmes como
El ángel ebrio (1948), Los bajos fondos (1957), Los canallas duermen en paz (1960), en la extraordinaria Barbarroja (1965) o en la posterior Dosdeska'den (1970).
En ¡Vivir! la denuncia contra la
pasividad de los organismos gubernamentales ante la situación de crisis
social y económica que atravesaba el Japón de la posguerra es evidente
entre otros ejemplos en las afirmaciones de los mismos funcionarios que
asisten al funeral de Watanabe, uno de los cuales reconoce abiertamente:
"en la Administración no hay que hacer nada, ya que si haces algo te
tachan de radical". Ejemplo de ello es la magnífica ambientación de la
oficina, en la que se acumulan por todas partes montañas de solicitudes
que dan muestra de la gran cantidad de quejas recibidas y del descuido y
poca atención prestadas a ellas por los funcionarios. El mensaje dado
por Kurosawa es sin embargo un mensaje esperanzador, representado en la
lucha personal y posterior triunfo de Watanabe por conseguir realizar el
proyecto de construcción de un parque para niños, lucha que viene a
demostrar la posibilidad de mejorar la situación social existente. No
obstante, y pese a este mensaje optimista, Kurosawa es realista, y
aunque los funcionarios que asisten al entierro reflexionan sobre la
necesidad y posibilidad de cambiar el orden de las cosas, la película se
cierra con el retorno a la misma situación que abría el film, con el
nuevo jefe de departamento desentendiéndose igualmente de los
ciudadanos, y con la resignación cobarde de sus empleados ante esta
vuelta a la vida rutinaria anterior (extraordinario plano el que muestra
al único funcionario disconforme con la situación sentarse en su silla y
esconderse tras las montañas de papeles que inundan su mesa).
¡Vivir! se estructura en dos partes, la
primera de las cuales comprende la historia de Watanabe desde el
planteamiento de su dedicación profesional y la noticia de su enfermedad
hasta su decisión de emprender la lucha por la construcción del parque.
Esta primera mitad desarrolla el conflicto emocional del personaje, el
cual atraviesa una profunda situación de crisis personal como resultado
del conocimiento de su inminente muerte. Watanabe tratará inutilmente de
recuperar el tiempo perdido en su vida anterior, dándose cuenta de que
ya no puede reparar la relación de incomunicación con su hijo y su
nuera, y comprobando asímismo que el disfrute desenfrenado de las
juergas nocturnas no le reporta ningún tipo de satisfacción vital. El
protagonista encuentra sus únicos momentos de felicidad en sus
encuentros con una joven ex-empleada en su departamento, cuya vitalidad
le transmite por fin cierta alegría de vivir y que actúa como
catalizador de la decisión de Watanabe por realizar una misión social
que le haga por fin darle un sentido a su existencia. La segunda parte
del film comienza tras la elipsis marcada por el narrador que anuncia la
muerte del protagonista tras cinco meses transcurridos. En esta segunda
mitad, y teniendo como fondo narrativo el funeral de Watanabe, se
procede a la reconstrucción de la consecución del objetivo del
protagonista, a través del testimonio de los diversos asistentes a su
entierro. Pese a ser considerada por una parte de la crítica como
reiterativa y demasiado larga, y aunque ciertamente algunos de los
hechos explicados puedan resultar redundantes, la duración de esta larga
secuencia del velatorio encuentra su explicación en la intención por
parte de Kurosawa de escenificar el lento desarrollo de un ritual de
estas características, en el que los diversos asistentes van conformando
con sus comentarios –ayudados por la ebriedad que les va provocando el
sake que se les ofrece–, un exhasutivo retrato del difunto, en el que
saldrán a la luz tanto sus defectos como sus cualidades y en el que el
fallecido se convertirá en el centro de un debate sobre su vida que
realmente muy pocos o ninguno conoce realmente.
La estructura del filme, tanto de la primera
como de la segunda mitad, está caracterizada por continuos flashbacks de
breve duración que actuan como soporte explicativo a los hechos,
recurso este ampliamente utilizado en la filmografía de Kurosawa y que
había encontrado su máxima expresión formal en la innovadora estructura
fragmentaria de Rashomon. Aunque de manera más lineal que en aquella, ¡Vivir! se
desarrolla igualmente como un conjunto de situaciones significativas
que propician una reconstrucción de los hechos por parte del espectador,
fragmentos entre los que destacan los recuerdos del entierro de la
esposa de Watanabe, con ese maravilloso encadenado al plano subjetivo
del padre y del hijo viendo cómo se aleja la carreta que porta el
féretro de la madre, o la alternancia de primeros planos del
protagonista gritando el nombre de su hijo con escenas que recuerdan
hechos destacados de la infancia del mismo. El tiempo es manipulado a
gusto del realizador no sólo con los saltos atrás en el relato, sino
también con la utilización frecuente de elipsis que resumen fragmentos
de la historia. Excelentes ejemplos de este montaje elíptico son las
secuencias del paso de un departamento a otro de la solicitud de
construcción del parque por parte de unas mujeres o las diferentes
situaciones vividas por el protagonista en sus noches de juerga junto a
un joven escritor bohemio, personaje que actúa como una especie de
Mefistófeles benigno en este descenso existencial de Watanabe a los
infiernos.
¡Vivir! es una de las películas de
Kurosawa en las que el lirismo visual está más conseguido. La impoluta
realización en el montaje y la composición de los planos, muestra de la
siempre soberbia puesta en escena y dirección características del
realizador, llega a su cumbre en momentos tan perfectos como la escena
del columpio, en la que Watanabe se balancea cantando "La vida es
corta", esperando ya su muerte bajo la nieve. La presencia de la
naturaleza y los fenómenos atmosféricos como elementos que acompañan a
la narración y aportan especial significado a ella es otra de las
constantes en el cine de Kurosawa, ejemplificada en la perfecta lucha
final bajo la lluvia de Los siete samuráis (1954), en el viento que azota el pueblo en Barbarroja o en Trono de sangre (1957), o en la niebla que ahoga el valle en esta última y en La fortaleza escondida (1958),
por citar sólo algunos ejemplos. Watanabe se mece en el columpio bajo
una nieve que viene a reforzar el aire de leyenda que envuelve la
historia de este héroe, conectando con la afirmación que haría el
personaje central de Barbarroja al afirmar que no hay nada más
solemne que los últimos momentos de un hombre. Shimura enriquece con su
interpretación esta idea de dignidad y triunfo vital en su personaje,
interpretación soberbia influida por el teatro Nô japonés, en el que se
enfatiza la expresividad del actor sobre un mínimo movimiento de su
figura.
¡Vivir!, definida por José enrique Monterde como perteneciente a un «neorrealismo de los sentimientos»
(2), se configura al fin como un canto positivo hacia la vida y la
necesidad de utilizar nuestro escaso tiempo vital de la manera más
intensa posible. Lejos de un pesimismo existencialista que trate la
muerte como el horrible final del camino, el mensaje final del film de
Kurosawa es mucho más esperanzador, y consigue en su propuesta dejar la
sensación de haber asistido a una extraordinaria lección de vida,
lección coherente con la visión humanista presente en todo el cine del
japonés, en el que se concluye que el ser humano ha de tratar al fin de
dedicar todos sus esfuerzos en aprovechar al máximo el tiempo que le es
dado, tiempo valiosísimo y demasiado corto como para ser malgastado
inútilmente.
fuente: miradas.net

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